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QUE 200 AÑOS NO SON NADA | POR SALVADOR QUIAUTLAZOLLIN

Haber cursado ciertas materias forja el carácter. Por ello, no puedo quitarme el hábito aprendido en la Facultad de Derecho, UNAM, Oficial, que nos condiciona a ver como fecha de origen de un acto jurídico el día en el que él mismo se constituye. Por ello, siempre que pienso en el comienzo de México como país moderno, mi mente no considera el 16 de septiembre de 1810, cuando dio inicio una asonada completamente reprimida menos de un año después, o el 27 de septiembre de 1821, cuando una conspiración de criollos reaccionarios logró, gracias a innumerables pactos, que el Ejército Trigarante desfilara entre céfiros y trinos en la capital novohispana. Dejando de lado ese ánimo ocurrente que ha perpetrado estelas de luz y representaciones ridículas de cartón piedra, para mí (y para cualquier abogado) el momento del nacimiento de nuestra inconmensurable nación se da cuando se firma el Acta de Independencia del Imperio Mexicano por la Junta Soberana congregada en la capital el 28 de septiembre de 1821.


Leída hoy, el Acta de Independencia tiene mucho de zalamera y demagógica y en sus primeros renglones hace gala de ese victimismo al cual parecemos encadenados. Pero como piedra angular del México moderno es perfecta pues es clarísima en dos puntos: a) nos constituye como Nación Soberana y b) nos declara independientes de la “antigua España”. A partir de su firma, todo el relajo subsecuente fue entera responsabilidad de los hijos de ese nuevo país que en ese mismo documento se retrataban libres, cultos y voluntariosos, pero que no tardaron en matarse entre sí en guerras fratricidas y desperdiciaron décadas sin ponerse de acuerdo cómo querían gobernarse, probando sin progreso lo fatuo de los imperios, lo autoritario del centralismo y lo caótico de un federalismo que anidó reyertas de caudillos avariciosos.


La Independencia también alumbró una sociedad mestiza que ve con buen ojo el desarrollo, la iniciativa individual, el capital privado y la paz social. A fuerza de sublevaciones, revoluciones e intervenciones, los mexicanos hemos aprendido que el crecimiento se logra en etapas tranquilas y con Estado de Derecho. Ciertamente, nuestro país sufre de profunda desigualdad, miseria atroz, violencia desabordada, ignorancia supina y el egocentrismo autodestructivo de los papanatas solipsistas que constituyen nuestra clase política. Pero también hemos tenido nuestros años de crecimiento de clase media, épocas doradas del cine, olimpiadas deslumbrantes, revolución verde, desarrollo estabilizador y puño en alto.


Somos contradictorios y entre nosotros pululan engendros capaces de convertir en pozole a su semejante, pero también centenares de miles de ciudadanos que desafían el peligro para desenterrar a un vecino después de un cataclismo. Y al mismo tiempo que millones babean al ver un televisivo gallinazo aderezado con cocaína, también hay cientos de miles de egresados de una casa del saber devota del pensamiento libre y realista, escuela de Paz, García Robles, Margadant, Fuentes, Slim, Villa Ramírez, González de Alba, del Paso, Pacheco, Esquivel, Lazcano y Molina.
¡Ay, México, supiste llegar a la cumbre sin perder tu viril humildad!  Y como dos siglos no se cumplen todos los días, hoy le deseo feliz cumpleaños a esta patria mía, impecable y diamantina. Hoy me congratulo de sus volcanes, de sus praderas y flores que son como talismanes del amor de mis amores. Brindo también por sus hijos, que juran exhalar en sus aras su aliento.


Muchísimas felicidades a México este día de fiesta y color. Y deseo de corazón que alcancemos en pocos lustros todo el bienestar posible que otorga la civilización occidental. Y sigamos brillando como un sol con penacho y sarape veteado que en las noches se viste de charro y se pone a cantarle al amor. (Salvador Quiauhtlazollin)